lunes, 20 de abril de 2009

Entrevista Mons. Rouco

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«Mi madre me pidió que fuera un buen sacerdote»

Don Antonio María Rouco celebra sus Bodas de Oro sacerdotales con «sentimiento de gratitud por la misericordia del Señor», que ha conducido su vida y su ministerio por caminos nunca sospechados. Al evocar ahora algunos recuerdos, habla de su madre, de sus años de Munich y también de su relación con los Papas... Confiesa que le costó aceptar su nombramiento episcopal, que necesariamente le apartaría de sus trabajos con la Escuela de Munich, que contribuyeron decisivamente a superar la crisis postconciliar del Derecho Canónico. Ser obispo -como le dijo Pablo VI- consiste en «portar la cruz»
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¿Qué sentimiento predomina en usted al cumplir 50 años de sacerdocio?
Predomina, sobre todo, la gratitud por la misericordia del Señor para con uno: misericordia paciente, misericordia desbordante... Me faltan los adjetivos. En segundo lugar, está la sorpresa. Desde niño quise ser sacerdote, pero todos los acontecimientos de mi vida sacerdotal hasta hoy han sido no previstos ni buscados. Muchas de las obligaciones, de las tareas y de los oficios recibidos han sido sorpresas providenciales.
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Sorpresas para lo bueno, ¿y también para lo doloroso?
Más bien para lo bueno. Para lo doloroso, hombre, en la vida siempre hay sorpresas dolorosas... La muerte de mi padre, cuando yo tenía 7 años, supuso un inciso grande y grave personal en la vida familiar...
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Su madre fue decisiva para usted...
Sí, sí. Tanto desde el punto de vista activo, como desde el punto de vista pasivo. No llegó a asimilar la muerte de mi padre. Le produjo un enorme disgusto del que nunca se recuperó, e incluso le originó una enfermedad.
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Usted le daría una gran alegría al hacerse sacerdote.
Pero no me vio de sacerdote. Me vio de seminarista. Y quien me llevó al seminario (menor), en taxi, a Villanueva de Lorenzana, fue el párroco, don Gabriel Pita de Veiga, porque mi madre no podía. Ella me animaba, pero también me advertía: «Si no vas a ser un buen sacerdote, es mejor que no lo seas». Eso me lo dijo muchos años. Siempre puso mucho cuidado en que yo fuese libre a la hora de permanecer en el seminario, y que tuviese muy claro que lo hacía para ser un buen sacerdote, o de lo contrario, era mejor que me volviese a casa. Cuando me vio habiendo recibido la tonsura, ya con la sotana puesta, se acabaron las advertencias.
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¿Si de estos 50 años tuviera que quedarse con un recuerdo, cuál sería?
¡Me quedaría con muchos recuerdos...! El día de la ordenación sacerdotal fue muy fuerte. Había terminado la licenciatura de Teología en el año 58. No me podía ordenar, porque aún no había cumplido los 22 años, y había pedido una beca para hacer el doctorado en la Universidad de Munich. Providencialmente, se perdió la documentación de la solicitud, y cuando llega el mes de septiembre, don José María Javierre, que era el Rector del Colegio Español de Munich y estaba al tanto de todo, me llamó por teléfono, y me riñó muchísimo... Don Jacinto Argaya, mi obispo, me ofreció varias posibilidades de estudio en Salamanca, y finalmente optamos por Derecho Canónico. Me empecé a preparar para la ordenación, y después don José María Javierre me contó que había en Munich un Instituto de Derecho Canónico muy bueno, y sugirió que volviese a pedir la beca para el año siguiente, pero, entre tanto, me pude ordenar.
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¿Qué recuerda de los Papas que ha conocido?
Conservo un gran recuerdo de Juan Pablo II y de todo lo relacionado con la Jornada Mundial de la Juventud en Santiago, de 1989. Tengo también un recuerdo entrañable de mi primera audiencia con Pablo VI, en 1970, con los obispos de Galicia, en Visita ad limina. Todos eran muy mayores, y yo muy joven, y al terminar se me acercó el Santo Padre, me cogió las manos y dijo: «Oh, un obispo tan joven... ¡Para portar la cruz!» A mí me había costado mucho aceptar el nombramiento episcopal. Fue como una especie de renovación de la vocación sacerdotal, una especie de segunda llamada y de segunda aceptación. La noche anterior, no pegué ojo. La ordenación sacerdotal, sí. Yo estaba encantado... De Benedicto XVI, también tengo un intenso recuerdo del Cónclave... Un recuerdo muy intenso y muy hondo. El saludo al Papa fue de una gran emoción personal.
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Acaba de estar con él. ¿Qué le ha dicho el Papa?
Me dijo: «¡Nos vamos a ver el domingo de Ramos!»
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¿Y sobre sus Bodas de Oro?
Me ha escrito una carta. Y si Dios quiere, tendremos una audiencia con él en Semana Santa, con todos los jóvenes que van a Roma a recoger la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud.
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¿Por qué no quería ser usted obispo?
¿Por qué iba a querer yo ser obispo? Yo tenía 39 años, y estaba encantado con ser profesor en Salamanca, y con todos nuestros empeños, en la Escuela de Munich, de dar un giro nuevo teológico a la concepción del Derecho Canónico, incluso para superar la gran crisis postconciliar del Derecho Canónico. Éramos un grupo internacional entrañable e interesante que creo que hizo un servicio enorme a la Iglesia en esos años. Y eso me apasionaba.
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¿Cómo vivió usted los años del Concilio en Munich?
En la vivencia de la historia personal de mi generación sacerdotal hay un acontecimiento absolutamente epocal y singular que es el Vaticano II, y después el post Concilio. En 1959, yo era un estudiante de Derecho Canónico; celebraba la Eucaristía en una parroquia, al lado del Colegio Español de Munich, y estaba completamente inmerso en la vida de la universidad, pero con escapadas pastorales, para celebrar donde me mandaba don José María Javierre. Durante un tiempo, por ejemplo, atendí un hospital de religiosas... La noche que llegué me despertaron para atender a un enfermo que se estaba muriendo. Le di la Santa Unción, y sanó el señor, ¡y allí cogí yo una cierta fama...! Después, ya regularmente, atendí una pequeña capilla en los Alpes bávaros.
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¿A qué se refiere cuando habla de crisis postconciliar?
Es una forma de vivir el postconcilio en clave de ruptura, como ha dicho Benedicto XVI. Esa crisis se supera desde dentro de la Iglesia y a fondo con el pontificado de Juan Pablo II. Es verdad que ya con Pablo VI nos encontramos con doctrina, con elementos de gobierno pastoral de la Iglesia e iniciativas apostólicas que tienden a llevar a la Iglesia hacia una buena aceptación del Concilio, pero quien da el paso decisivo, en definitiva, es Juan Pablo II. Abre otra época en la historia de la Iglesia. Y lo hace de esta manera: volviendo a Cristo. Sus palabras, y no sólo su personalidad, marcan esa época de la historia de la Iglesia: «No tengáis miedo. ¡Abrid las puertas a Cristo!» Esto se traduce después en evangelización, y en nueva evangelización. Él mismo se hace protagonista directo de la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia... Antes de 1978, en la Iglesia había una especie de movimiento interior que nos llamaba a vivir el Concilio a fondo y en clave positiva. Y a esto se añade el reto entonces del comunismo: un reto intelectual, un reto político, un reto de moral social, un reto de concepción de la vida y de la misión pastoral de la Iglesia... No en vano, hay dos Instrucciones sobre la teología de la liberación en los años 80, bajo la dirección del entonces cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En definitiva, se trataba de que la Iglesia se centrara en lo esencial de su misión, que es la evangelización. El cardenal Wojtila no surge de la nada. Y el nombre que elige como Papa, Juan Pablo, es también muy significativo.
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«El sacerdote debe centrarse en el amor a Cristo»
La celebración de las Bodas de Oro del cardenal Rouco está marcada por la proclamación de 2010 como Año Sacerdotal. El arzobispo de Madrid cree que estamos en un momento esperanzador, en el que despunta «un capítulo nuevo de la historia sacerdotal de la Iglesia»
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¿Qué deseo tiene usted, al llegar a los 50 años de sacerdote?
Desearía una nueva primavera sacerdotal. No sé si como la que vivimos hace 50 años, pero sí una primavera sacerdotal: del clero secular y también del religioso; a través de las antiguas Congregaciones y Órdenes, y a través de propuestas y de experiencias de vida nuevas.
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El día de sus Bodas de Oro sacerdotales, va usted a ordenar a varios sacerdotes en Madrid. ¿Qué puede decirles, desde su experiencia?
En Salamanca, teníamos una vocación sacerdotal muy centrada en la relación con el Señor. Y una gran carga de celo apostólico. Vivimos la ordenación con gran emoción apostólica, yo diría que más que pastoral. El ideal de nuestras vidas era la santidad sacerdotal. A los nuevos sacerdotes les diría lo mismo: tienen que centrarse en el amor a Cristo. Y tienen que centrarse en entregárselo a los demás, y en responder a ese amor dando la vida. Dar la vida significa tomar en serio el ideal de la santidad sacerdotal. Eso es de una fecundidad extraordinaria, y sin eso no hay fecundidad pastoral ninguna.
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Precisamente, el Papa acaba de anunciar la proclamación de 2010 como Año sacerdotal...
Nos lo anunció a los miembros de la Congregación para el Clero, la semana pasada, y nos sorprendió favorablemente. Ciertamente, lo recibimos con enorme gratitud. Creo, personalmente, que es algo providencial. Estamos en un momento, en la Iglesia, crítico, en el sentido etimológico y mejor de la expresión. Hay una generación nueva de sacerdotes en todo el mundo, también en los países occidentales, más tocados por la crisis espiritual que se vivió en el postconcilio. Estamos ante un capítulo nuevo de la historia sacerdotal de la Iglesia, marcado por un aumento de vocaciones clarísimo en los países de África, Iberoamérica y Asia, y por un descenso enorme, tremendo, de vocaciones y de envejecimiento del clero en Occidente, pero donde apunta ya una nueva generación sacerdotal que tiene poco que ver con las anteriores generaciones sacerdotales, del inmediato postconcilio, y que conecta bien con lo mejor, diría yo, de la espiritualidad sacerdotal que marcó nuestra experiencia sacerdotal, vivida en clave apostólicamente intensa, de los años 50.Que la Iglesia centre de nuevo su atención en el carácter imprescindible del sacerdocio ministerial es una gran gracia de Dios. Y que el Papa proponga la figura del gran cura de Ars, también. Si hay un tipo de cura con pocas cualidades humanas, con una personalidad marcada por una humildad y una sencillez sin límites, por una pobreza profundamente vivida y por una fecundidad apostólica increíble, es él. Su arma fue el sacramento de la Penitencia, donde se junta, por un lado, la gracia y el don del Sacramento, que es misericordia del Señor, y por otro, la miseria del hombre. La miseria más honda del hombre, de donde proceden después todas las demás, es perder todo contacto con Dios, por el motivo que sea. El sacerdote le acerca a la persona de Cristo, y a la faceta más esencial de la obra redentora del Señor, que es el amor misericordioso. Por eso creo que es providencial el Año, y tendremos que aprovecharlo a fondo. Muy sintomáticamente, el Papa ha elegido como día del comienzo del Año la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
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Reproducido con autorización del semanario “Alfa y Omega” Nº 634 / 26-III-2009

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