viernes, 3 de abril de 2009

Enrique Cal Pardo: "50 años de sacerdocio"

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Los mayores vivimos de recuerdos. Nos olvidamos del presente, para limitarnos a unos cuantos retazos del pasado. Pero también éstos se van desdibujando poco a poco. Alguno, no obstante, se conserva con frescura en la mente. Entre los recuerdos de mis años de profesor y formador joven del Seminario de Mondoñedo, persiste uno con rasgos destacados: es el de aquel seminarista niño y adolescente a quien todos llamaban Tucho (Antonio Mª) Rouco Varela. La mayoría de los seminaristas eran –y fuimos- hijos del ambiente rural. A él se le notaba un no sé qué de hijo de villa. Así era: de Villalba (de Lugo).
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La vida del seminario de aquel entonces, en la que él estaba sumido, era de oración –quizá demasiado intensa para la edad de un niño o adolescente- y estudio, con sus recreos, juegos, preferentemente el fútbool, con sus paseos de jueves y domingos, en los que los alumnos semejaban una serpentina zigzagueante, debida al color rojo de sus becas y la borla de sus bonetes, en contraste con el negro de sus sotanas. Por aquel entonces el tráfico por las carreteras de acceso a Mondoñedo no impedía que pudiesen desfilar de dos en fondo, hasta llegar a un lugar acogedor, que permitiese detenerse y descansar un rato.
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No eran aquellos tiempos años de abundancia en los seminarios. Para paliar un poco esa deficiencia, me imagino que en las bolsas de ropa limpia que semanalmente recibía (y que le hacía llegar Suso de Federico desde Villalba), le llegaba, además del mimo de su madre, algún producto alimenticio. Como quiera que las cartas que escribía a sus padres y remitía en las bolsas de la ropa no pasaban por las manos de los formadores –llamados entonces superiores- no puedo certificar de la frecuencia de las mismas. Lo que sí recuerdo es que escribía con cierta frecuencia a un hermano policía, que se hallaba en un puesto fronterizo con Francia, Canfranc, si mal no recuerdo.
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Otra característica de de la vida del seminario en aquellos años era la presencia de obras realizadas con las que se fue incrementando el edificio, las cuales no siempre facilitaban la vida comunitaria, sino todo lo contrario: los ruidos molestaban sus oídos e impedían su concentración y el polvo llenaba sus sotanas Pero estas obras, de vez en cuando, proporcionaban la fiesta del estreno de algún pabellón nuevo, lo que les permitían romper un poco la monotonía de todos los días.
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Los libros ocupaban todas sus horas de estudio de nuestro protagonista; de su atención y actividad en las clases daban fe sus profesores y las notas que a fin de mes iba a recoger de manos del rector. A no dudarlo, siempre escuchaba de los labios de éste la misma frase: “Muy bien, sigue por ese camino”. Los estudios no le obligaban a estar siempre inclinado sobre los libros. Le permitían seguir con detalle la marcha de la Liga de fútbool; si bien ignoro si lo hacía siempre con medios del todo legítimos.
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A través de la clase de segundo curso de Lengua Griega, en la que me tuvo de profesor, comprendí sus relevantes cualidades intelectuales. Y mi opinión era compartida por todos los demás profesores. Pero un pequeño detalle hizo darme cuenta de que atesoraba otras cualidades, como eran las musicales. Un verano se propuso aprender a tocar el piado. Cuando regresó al seminario en el mes de octubre, pude percatarme de que poseía un notable dominio del piano, como si le hubiera dedicado un curso completo. Así iban aflorando, cada vez con más claridad, sus cualidades, tanto intelectuales como musicales.
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Terminados en Mondoñedo los estudios de Humanidades y Filosofía, marchó a Salamanca, a cursar los estudios teológicos. De allí, a Múnich, en donde obtuvo el doctorado en Derecho Canónico. Volvimos a encontrarnos en los dos años en que ambos explicábamos Teología en el seminario mindoniense. Vuelve de profesor a Múnich y, más tarde, se incorpora a la Universidad de Salamanca. Volvimos a coindicir en Santiago, primero, en la primera sesión del Concilio Gallego. Más tarde, nos volvimos a encontrar en la Ciudad del Apóstol, él en condición de Obispo Auxiliar, primero, y de Arzobispo titular, después, mientras que yo impartía unas clases en el Instituto Teológico Compostelano de la misma localidad.
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La formación y docencia de alumnos tiene momentos difíciles y de grandes sinsabores. Pero cuando uno vuelve la vista atrás y descubre entre sus pasados alumnos a un Cardenal de la Iglesia, se da todo por bien empleado. Por eso hoy mi alma se inunda de alegría.
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No he tenido la suerte de acompañarle en el momento de su ordenación sacerdotal y primera Misa. Por eso, cincuenta años más tarde, acepto gustoso la invitación de participar en los actos de sus Bodas de Oro Sacerdotales, siquiera sea a través de estas sencillas líneas, con las que quisiera significarle todo mi afecto, mis mejores deseos y augurios y mi más profunda gratitud por la confianza que depositó en mí en ciertos momentos.
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Que en estos días pueda rememorar con alegría desbordante todos aquellos sentimientos que inundaron su alma sacerdotal en el momento de su ordenación y primera Misa.
Enrique Cal Pardo
Doctor en teología
Canónigo de la catedral de Mondoñedo

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