martes, 5 de mayo de 2009

Ángel Paz: Aquel día de 1959...

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La misma ilusión

El 28 de marzo de 1959, monseñor Francisco Barbado Viejo, obispo de Salamanca, nos confirió el Presbiterado a 28 compañeros del Colegio Mayor San Carlos de la Universidad Pontificia de Salamanca; entre ellos, se encontraba quien hoy es el arzobispo de Madrid, el cardenal Antonio María Rouco Varela. El marco era incomparable: la catedral vieja de Salamanca. También era de una gran belleza y significado la ceremonia litúrgica: durante la celebración de la Vigilia Pascual. En las Bodas de Oro sacerdotales, los recuerdos se sedimentan, se adensan y van a lo esencial. Eso me sucede en estos momentos y pienso que lo mismo sucederá al señor cardenal.
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Recuerdo muy bien el día y la hora de nuestra ordenación. A las siete de la tarde, en una tarde luminosa y fresquita, aguardábamos en la puerta de la catedral, con nuestras vestiduras litúrgicas, llenos de agradecimiento y de esperanza: la esperanza de un sacerdocio vivido fielmente en el servicio a la Iglesia. Todo, también el ambiente pascual que ya comenzaba a respirarse, nos llamaba al optimismo, quizás un poco insensato, pero bastante acertado, de la juventud. La ordenación fue una ceremonia larga y solemne que duró hasta más allá de la medianoche: se siguió el rito establecido por Su Santidad Pío XII y, además, junto a los colegiales del San Carlos, se ordenaron muchos estudiantes más. Creo que todos los que nos ordenamos en aquella noche bendita hemos vuelto los ojos del alma a ella, pidiendo a Cristo resucitado su alegría, intentando que nuestro sacerdocio tuviese la misma confianza pascual con que comenzó. Seguro que el señor cardenal habrá recurrido más de una vez a la luz pascual de nuestra ordenación, cuando las tinieblas de nuestra época hacían especialmente delicado su ministerio episcopal.

Mirando hacia atrás.
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Al escribir estas líneas sobre nuestra ordenación sacerdotal, los recuerdos no se detienen en ella, sino que me llevan hasta nuestra niñez en Galicia en tiempos de tantas privaciones. Era el mes de agosto de 1946 cuando, lleno de morriña y de temor a lo desconocido, ingresé en el Seminario Menor de Lorenzana. La primera persona que vi fue un muchacho, jugando a la pelota en el claustro de aquel viejo monasterio benedictino convertido en Seminario Menor. Resultó ser Antonio María Rouco Varela. Antonio tenía entonces una gran afición al fútbol. No sé cómo se las arreglaba para conseguir, cosa nada fácil en aquellos tiempos, el periódico o el Marca; desde luego, seguía los acontecimientos futbolísticos con verdadera pasión.Poco a poco, fuimos descubriendo que Antonio María estaba siempre alegre, que conectaba con todos los compañeros, que era muy inteligente, que tenía una bondad natural extraordinaria, y que otra de sus principales aficiones era la lectura y tenía una notable capacidad de concentración en ella, hasta el punto de que no era fácil distraerle. El campo de sus intereses abarcaba un arco muy amplio.
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En el curso cuarto de Humanidades, caía yo gravemente enfermo del pulmón, aquellas enfermedades tan temidas en los años de posguerra y hambre, y perdí aquel curso. Lo que me resultó más doloroso fue el tener que dejar a mis queridos compañeros. A esas edades eso se siente como un penoso destierro. Pero, por fortuna, al llegar al Colegio San Carlos de Salamanca para cursar Teología en la Universidad Pontificia, encontré allí a don Antonio Rouco que empezaba entonces el segundo curso de Teología. Recordaré siempre que, desde el primer momento, se puso a mi disposición y me dijo algo así: «No te preocupes, yo lo pasé mal aquí los primeros días, pero te ayudaré para que a ti no te suceda lo mismo». Y, efectivamente, estuvo pendiente de mí los primeros días y me introdujo en el grupo de sus compañeros y amigos. He de confesar que, gracias a él, todo me resultó muy fácil.
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Él era ya sumamente apreciado por sus condiscípulos. Sobresalía su carácter afable, alegre, con sentido del humor, bondadoso, siempre delicado. Y, desde luego, lleno de una prudencia exquisita. Soy testigo de su extraordinario interés por la formación teológica, de su celo apostólico, de su piedad profunda y recia, de su preparación e ilusión ante las sagradas órdenes. Seguía, ahora a nivel teológico, con el mismo interés por la cultura y por los ensayos teológicos. En esos años, Salamanca era un auténtico hervidero cultural: eran los años de Incunable, de los cursos de cine de José Luis Martín Descalzo, de Film Ideal, del Premio Nobel de Albert Camus, de los teatros leídos...
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Ordenación sacerdotal
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Y llegó el tan ansiado día del paso definitivo, en el que habíamos soñado desde los lejanos años del Seminario de Lorenzana. Ese día, más bien esa tarde, nos entregamos al Señor con la ilusión de servir a la Iglesia dónde y cómo ella quisiese. Éramos lo suficientemente insensatos, santamente insensatos, como para firmar al Señor un cheque en blanco sin temor alguno a los sinsabores que pudiese traernos nuestro ministerio. ¡Gracias a Dios! Y, desde luego, los muchos años de trabajos no nos han hecho perder nuestra ilusión primera. Pusimos nuestro sacerdocio a los pies de la Virgen, encomendamos a ella que nos alcanzara la gracia del Espíritu Santo para mantenernos en la palabra dada..., y ella, no nosotros, nos ha hecho cumplir la palabra que dimos aquella tarde y acercarnos al Señor cada mañana con una juventud de espíritu renovada: Introibo ad altare Dei, -ad Deum qui laetificat juventutem meam...
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Ángel Paz Gómez. Vicario judicial de Mondoñedo-Ferrol
Reproducido con autorización del semanario “Alfa y Omega” Nº 634 / 26-III-2009

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